En un país donde aún se mide el liderazgo por el tono de voz o por cuántas veces se menciona la palabra “seguridad”, resulta inevitable que el discurso del presidente Gustavo Petro provoque una tormenta de interpretaciones. Para algunos, fue una pieza retórica cargada de «carreta». Para otros, una cátedra histórica y política que confronta directamente a quienes han preferido la muerte sobre la vida. En esta columna no se trata de aplaudir a ciegas ni de linchar por instinto, sino de leer con detenimiento lo que se dijo, cruzarlo con los hechos y construir una mirada crítica, que no rehúya las tensiones que nos atraviesan como nación.
Petro no es un outsider improvisado ni un político sin historia: ha sido protagonista y testigo de una de las transformaciones más profundas de Colombia. Su mención constante a la Constitución del 91, a la que llama con orgullo “hija de la paz”, no es gratuita. Es un llamado a no olvidar que esa carta magna fue parida por una sociedad que buscaba superar un país de tumbas, orejas cortadas y balas como argumento. A muchos les incomoda que Petro hable desde esa legitimidad, desde ese derecho ganado a sangre, palabra y voto.
A quienes dicen que “habla carreta”, ¿les incomoda que recuerde que la Constitución de 1886, matriz del autoritarismo, fue derogada por el pueblo constituyente? ¿O que haya dicho con firmeza que el país necesita menos armas y más derechos? La verdad, para algunos, duele más que la mentira repetida en los noticieros.
¿Cátedra o delirio? Las ideas clave del discurso
Hay una línea discursiva que atraviesa toda su intervención: la vida. “Cada vez que cae por violencia un colombiano, cae Colombia”, dijo Petro, con voz firme, en un país que aún aplaude las bajas como trofeos. También denunció que se han construido “sectores que aman la muerte y no la vida”, en clara alusión a los defensores de la guerra como política de Estado. Aquí, la palabra «bestias», que usó para calificar esa lógica, fue más que una provocación: fue una afrenta moral contra quienes siguen promoviendo la guerra como negocio.
También fue directo al hablar de armas: «Yo las dejé hace 34 años. No me gusta comprarlas», afirmó, reconociendo la paradoja de un presidente que hoy vive rodeado de escoltas. Pero más allá de lo personal, volvió a hacer un planteamiento estructural: la seguridad no es cuestión de balas sino de garantías.
América, migración y el nuevo rol del sur
Petro no se limitó al ombligo nacional. Elevó la discusión al continente. Habló de migración, desigualdad, y propuso a América Latina como solución, no como carga. Se atrevió a decir que la pobreza del sur es inducida, que el potencial energético de la región es clave para descarbonizar el planeta, y que América, de norte a sur, debe unirse como bloque. ¿Carreta? No. Diagnóstico y propuesta.
Rechazó la lógica de bloqueos a Cuba y Venezuela, no por simpatía ideológica, sino por una lectura humanista: “Los pueblos no se dejan morir de hambre”. Lo que propone no es nuevo, pero es urgente. Que lo diga un presidente colombiano en voz alta es un acto político que no debe ser minimizado.
En medio de su intervención, el presidente Gustavo Petro sorprendió al declarar que “yo no reconocí ni reconozco al gobierno de Maduro”, una afirmación que generó reacciones inmediatas, tanto en el ámbito nacional como internacional. Aunque Colombia restableció relaciones diplomáticas con Venezuela durante su mandato, Petro fue enfático en que su posición se basa en la defensa de los principios democráticos y no en el respaldo a gobiernos por afinidades ideológicas. Con esta declaración, el mandatario colombiano quiso marcar distancia frente a las acusaciones de complacencia con el régimen venezolano y reafirmar su postura crítica frente a cualquier forma de autoritarismo, venga de donde venga.
¿Por qué molesta tanto que Petro hable desde el M19?
La polémica por el uso del sombrero de Carlos Pizarro y la bandera del M19 no es solo simbólica: es profundamente política. Petro recordó que la paz no se firma para dejar las ideas, sino para defenderlas por otros medios. Y que ese acuerdo de paz, el del M19, fue refrendado por el pueblo, no impuesto por decreto. Si a algunos les molesta el símbolo, quizás es porque también les incomoda el contenido: la posibilidad de una Colombia sin élites armadas, sin exclusión, sin memoria selectiva.
¿Carreta o desafío?

Petro no habló desde la improvisación ni desde la arrogancia. Habló desde la historia, la suya y la del país. Lo hizo con vehemencia, con emoción y con contradicciones, como cualquier ser humano que ha vivido la guerra y ha apostado por la paz. Su discurso fue un espejo incómodo que muchos prefieren romper antes que mirar. Pero el país no puede darse ese lujo. La historia nos está preguntando: ¿queremos seguir repitiendo las guerras de siempre, o por fin vamos a construir un país donde vivir no sea un acto heroico?
Porque si cada muerto es una derrota de Colombia, como dijo Petro, entonces cada palabra que promueva la vida, así incomode, debe ser defendida.
Recordemos que Nariño ha sido, históricamente, uno de los territorios más golpeados por el conflicto armado en Colombia. Pero también es una región que, con la fuerza de su gente y la voluntad política de sus líderes, ha resistido y apostado a la construcción de un nuevo destino. Así quedó demostrado en el reciente acto protocolario de implosión del material de guerra entregado por el grupo armado Comuneros del Sur, un gesto que simboliza el camino irreversible hacia la paz en esta región del suroccidente colombiano.
El presidente Gustavo Petro llegó a Pasto, cuando muchos pusieron en duda visita, para verificar el cumplimiento de uno de los hitos más relevantes del proceso de paz total: la entrega de armas y su destrucción. Este hecho marca un punto de no retorno. Porque más allá del acto simbólico, es un mensaje claro y contundente: la guerra no tiene cabida en una tierra que sueña y trabaja por la vida digna, por el desarrollo y por la reconciliación.
En medio del evento, el gobernador de Nariño, Luis Alfonso Escobar, con un tono sereno pero cargado de optimismo, expresó su convicción: “Presidente, la paz no es una ilusión en el departamento de Nariño, es una realidad”. Con esas palabras reafirmó el camino que emprendió el departamento. Un camino difícil, sin duda, pero esperanzador.
Escobar reconoció el papel fundamental del Gobierno Nacional y del Alto Comisionado para la Paz en el desarrollo de los dos procesos de negociación que hoy tienen lugar en Nariño. Procesos que, a su juicio, están marcando el norte de la paz para todo el país. Y no se trata solamente de mesas y protocolos, sino de acciones concretas que empiezan a transformar realidades.
El gobernador destacó que entre 2023 y 2024, el desplazamiento forzado en Nariño cayó un 16%, al pasar de 25.344 a 21.440 personas desplazadas. Pero el dato más revelador es que en los diez municipios donde tiene incidencia el acuerdo con Comuneros del Sur, el desplazamiento se redujo en un 99%. Es decir, donde hay acuerdos y voluntad, los territorios se empiezan a pacificar de verdad.
Y eso se complementa con otra cifra esperanzadora: mientras en el país el número de niños reclutados por grupos armados ilegales aumentó de 128 en 2023 a 409 en 2024, en Nariño se pasó de 10 a 7 menores en esta situación. Pero lo más impactante es que, en trabajo conjunto con las fuerzas armadas, se han recuperado 58 niños que estaban siendo usados por la guerra. “Es salvar vidas lo que vale en un proceso de paz”, recalcó el mandatario regional.
Además, recordó que Nariño ha vivido más de 35 años de conflicto, con más de 44.500 personas asesinadas, un promedio de más de 1.200 víctimas al año. En ese contexto, la apuesta por la paz no es una opción, es una necesidad vital. Una urgencia que ha sido entendida por líderes históricos del departamento como Parmenio Cuéllar, Eduardo Zúñiga, Antonio Navarro y Raúl Delgado, quienes también se la jugaron, cada uno en su momento, por abrir caminos de reconciliación desde la institucionalidad.
Luis Alfonso Escobar no solo ha asumido ese legado, sino que lo ha renovado desde una perspectiva de paz territorial. Reconoce que la guerra no se combate solamente con discursos, sino con hechos. Y uno de esos hechos es el llamado Pacto Nariño, un acuerdo que nació en medio de la guerra, pero que ahora se busca firmar en medio de la paz.
Desde su visión, ese pacto debe estar acompañado de inversión social, de infraestructura y de justicia restaurativa. Por eso fue tan oportuna la intervención de la ministra de Transporte, María Fernanda Rojas, quien llegó a Nariño con anuncios concretos que responden a clamores históricos de la región.
“Las vías también construyen paz, señor presidente”, dijo la ministra con contundencia. Y no es una frase vacía: por más de 50 años, Nariño ha sido una región desconectada, forzada a la autogestión, a la resiliencia en condiciones adversas. Pero ahora, con los anuncios del Gobierno Nacional, se empieza a cerrar esa brecha estructural.
El primer gran proyecto es el corredor vial Pasto–Estanquillo, cuyas licitaciones para estudios y diseños serán adjudicadas en mayo de este año. La meta es tenerlos listos en diciembre y contar con 2.2 billones de pesos en el presupuesto nacional de 2026 para iniciar la construcción.
El segundo gran proyecto, aún más ambicioso, es la vía Popayán–Timbío–Estanquillo, con una inversión proyectada de 9.6 billones de pesos bajo la modalidad de Alianza Público-Privada (APP). Esta obra incluirá doble calzada, una nueva variante occidental para Popayán y el mejoramiento del tramo Timbío–Estanquillo.
Ambas vías no solo facilitarán la conectividad entre el suroccidente y el resto del país, sino que también se convertirán en símbolos de lo que significa construir paz con hechos. Porque la paz no es solo dejar las armas. Es garantizar presencia institucional, oportunidades económicas, movilidad, salud, educación, cultura y participación ciudadana.
La paz en Nariño no es perfecta. Faltan retos, hay amenazas, persisten estructuras armadas y economías ilícitas. Pero lo que hoy está ocurriendo es innegable: hay voluntad política, hay acuerdos concretos, hay reducción de la violencia y, sobre todo, hay esperanza.
Por eso, como lo dijo el gobernador Escobar, la paz no es una ilusión: es una realidad en construcción. Una realidad que empieza a escribirse con manos firmes, con corazones convencidos y con territorios que se niegan a seguir siendo campos de batalla y quieren, por fin, convertirse en territorios de vida.