El escándalo de la reelección presidencial en Colombia, que facilitó que Álvaro Uribe Vélez extendiera su mandato, dejó una huella indeleble en la historia política del país. Hoy, la Corte Suprema volvió a confirmar lo que muchos sabíamos: quienes promovieron esta maniobra son los verdaderos ansiosos de poder, un grupo que no dudó en pervertir el sistema democrático para mantenerse en el control. La derecha colombiana, encarnada en el uribismo, ha sido el principal promotor de estos actos, y sus líderes jugaron un papel clave en la perpetuación de estas prácticas.
Los nombres que suenan en este capítulo oscuro son conocidos por todos: Sabas Pretelt de la Vega, Diego Palacio y Alberto Velásquez, quienes fueron funcionarios clave durante el gobierno de Uribe. Pretelt, entonces Ministro del Interior, y Palacio, Ministro de Salud, junto con Velásquez, jefe de gabinete, no solo participaron, sino que orquestaron una compra descarada de votos para asegurar la reelección. No hablamos de una simple campaña política; hablamos de sobornos, de corrupción abierta, en la que hasta la excongresista Yidis Medina admitió haber recibido pagos a cambio de su voto favorable. Sin embargo, el beneficiario directo de toda esta operación, Álvaro Uribe Vélez, nunca enfrentó cárcel por este acto de corrupción, como lo señaló acertadamente Gustavo Bolívar en sus redes: «Fue reelegido presidente a sus espaldas«.
Este escenario pone en evidencia una verdad innegable: quienes han acusado en reiteradas ocasiones al actual gobierno de Gustavo Petro de buscar perpetuarse en el poder, son los mismos que manipularon las reglas del juego democrático en su momento para lograr exactamente eso. Los defensores de la reelección de Uribe no solo impulsaron una modificación constitucional, sino que lo hicieron comprando la voluntad de aquellos que deberían haber defendido los intereses del pueblo. El uribismo, que hoy se erige como el paladín de la moral y la democracia, es el mismo que corrompió al Estado para prolongar su poder.
La condena reciente contra Sabas Pretelt y otros miembros del círculo cercano de Uribe es una pequeña victoria para la justicia, pero deja un sabor amargo. El principal beneficiario de la reelección sigue siendo intocable. La narrativa oficial insiste en que Uribe no sabía de estos sobornos, una explicación que raya en lo absurdo. ¿Es imposible que el líder de un gobierno tan centralizado e influenciado por su figura desconociera las artimañas de sus más cercanos colaboradores? El hecho de que ninguno de estos actos haya tenido consecuencias directas para Uribe es un reflejo del poder que aún ostenta en los pasillos del poder judicial y político de Colombia.
No es sorprendente que quienes en el pasado manipularon las leyes para consolidar su poder, hoy sean los primeros en alzar la voz contra un gobierno que ni siquiera ha considerado la reelección. Su narrativa está cargada de ironía y cinismo. Son ellos los verdaderos ansiosos de poder, los que no dudaron en comprometer la democracia cuando les fue conveniente.
Este comportamiento de la derecha colombiana, y en particular del uribismo, revela una estrategia política que se ha mantenido constante a lo largo de los años: proyectar sus propias fallas y vicios sobre sus adversarios. Hoy, intentan sembrar el temor de que el gobierno de Petro se prolongará indefinidamente, cuando son ellos quienes ya demostraron que están dispuestos a todo, incluso a comprar votos, para asegurarse un lugar en el poder.
El caso de la reelección de Uribe es emblemático porque no solo desenmascara a los actores de la corrupción, sino que también pone de relieve la hipocresía de un sector político que, mientras acusa a otros de querer aferrarse al poder, ha demostrado en reiteradas ocasiones que su verdadero interés es perpetuarse a toda costa. Si hay algo que ha quedado claro en este proceso judicial, es que aquellos que hoy critican son los mismos que ayer compraron su permanencia en el poder.
Mientras tanto, la justicia colombiana sigue avanzando, aunque a paso lento y con resultados que muchas veces parecen insuficientes. La reciente confirmación de las condenas contra Sabas Pretelt y Diego Palacio es solo una pieza del rompecabezas. Sin embargo, la falta de consecuencias directas para Álvaro Uribe plantea una pregunta inquietante: ¿hasta cuándo continuará siendo intocable? La historia lo juzgará, pero mientras tanto, los ciudadanos debemos ser conscientes de que quienes realmente han promovido la concentración del poder en Colombia no son otros que aquellos que desde las altas esferas de la derecha han controlado el país por décadas.
Es fundamental que no permitamos que se sigan repitiendo estos episodios. La democracia no debe ser vista como un botín a repartir entre los poderosos, sino como un sistema en el que las reglas se respetan y el poder cambie de manos de manera transparente y legítima. Que este capítulo de la reelección sea una lección para todos: los verdaderos ansiosos, y ahora viudos de poder, ya demostraron de lo que son capaces, y es nuestra responsabilidad como sociedad evitar que vuelvan a hacerlo.
Al final, no se trata solo de un juicio contra unos pocos funcionarios corruptos. Es un juicio contra todo un sistema político que ha permitido que la corrupción y el abuso de poder prevalezcan sobre los principios democráticos.